Nuestra época enfrenta un desafío que los filósofos existencialistas ya advirtieron hace un siglo: el derrumbe de las verdades absolutas. En el pasado, la religión o la aristocracia-imperialista ofrecían certezas inquebrantables, pero hoy, con el avance en la calidad de vida y el acceso a la educación, las masas han comenzado a cuestionar estas estructuras. Las incoherencias de las ideologías absolutistas han quedado expuestas, y en el ámbito político, por ejemplo, ya no basta con un discurso elocuente. Ahora se exige confianza y resultados concretos.
Vivimos en un mundo donde todo puede ser cuestionado. Sin embargo, esta misma libertad abre la puerta a nuevas posibilidades. Nuestra capacidad para enfrentar estos desafíos ha evolucionado, no porque seamos superiores a nuestros antecesores, sino porque las circunstancias han cambiado. En las grandes ciudades, las necesidades básicas como la supervivencia están relativamente satisfechas, lo que nos permite preocuparnos más por el bienestar subjetivo: “¿Cómo disfruto mi tiempo libre y encuentro la felicidad?”.
En este contexto, hemos desarrollado formas renovadas de relacionarnos. Nos cuestionamos más: a los otros, a nuestros vínculos, e incluso a nosotros mismos. Este proceso crítico, aunque valioso, también puede conducirnos a la desesperación frente a la posibilidad del absurdo.
El absurdo en sí mismo no es el problema. Es cierto que muchas de nuestras acciones podrían carecer de sentido a largo plazo o que los finales perfectos no existen. Lo que realmente nos desafía es nuestra incapacidad para tolerar esa incertidumbre, para aceptar que algo no sea completamente verdad. En el pasado, creencias como “es la voluntad de Dios” o “son órdenes del emperador” ofrecían un refugio frente a esta incertidumbre. Pero hoy, sin esas certezas absolutas, enfrentamos directamente el vacío. Incluso la ciencia, el bastión de la seguridad, ha mostrado sus límites.
Esto, sin embargo, no significa que nada importe. La desesperación es el verdadero peligro, ya que nos lleva a huir de la realidad y vivir en negación. Cuando comprendemos que todas las narrativas tienen límites, podemos tomar dos caminos principales.
Por un lado, podemos asumir la incertidumbre y expandir nuestra comprensión parcial del mundo. Esto implica aceptar nuestras limitaciones frente a un universo infinito y buscar formas prácticas de construir sentido, aunque sea de manera temporal.
Por otro, es posible aferrarnos a una idea rígida para evitar el absurdo. Este camino nos lleva a abrazar ideas incoherentes que, aunque nos brinden una sensación momentánea de seguridad, nos dejan en constante conflicto con la realidad.
Por ejemplo, al crecer, puedes darte cuenta de que tu madre era muy crítica contigo, lo que afectó tu autoestima. En lugar de idealizarla como una madre “perfecta” o negar su actitud, decides reconocer que esta crítica era una manifestación de sus propias inseguridades. Sin justificarla, trabajas en comprender su contexto y límites, mientras te enfocas en fortalecer tu autoestima. Esto te permite construir una relación funcional con ella, basada en tus necesidades actuales, y encontrar un alivio emocional práctico.
En otro caso, al aferrarte a una idea rígida podrías, por ejemplo, justificar la ausencia de tu padre diciendo que “trabajaba mucho para darnos una vida mejor”, negando el impacto emocional que tuvo en ti. Esto perpetúa una imagen irreal que impide que sanes. Por otro lado, podrías idealizar el rol de padre y despreciarlo por no cumplir con tu estándar de que un padre debe estar siempre presente, ser cariñoso y comprensivo. Este pensamiento rígido te lleva a un conflicto interno constante, sin espacio para aceptar que, aunque imperfecto, tu padre era un ser humano con sus propios límites.
En el ámbito profesional, por otro lado, al aceptar la incertidumbre en la búsqueda de propósito podrías imaginar que estudiaste una carrera por la presión social o familiar de “ser exitoso” y te das cuenta de que no te hace feliz. En lugar de negar tu insatisfacción o aferrarte a la idea rígida de que “debes continuar porque ya invertiste tiempo y dinero”, decides aceptar que las decisiones humanas no siempre son perfectas. Reconoces que puedes replantear tu camino profesional, explorar otras pasiones o ajustar tu enfoque dentro de lo que ya haces. Este proceso, aunque no sea inmediato, te brinda la oportunidad de construir un propósito que te haga sentido, incluso si no es definitivo.
En aspectos de relaciones de pareja, piensa por un instante en alguien que cree firmemente que una pareja ideal nunca debe discutir o que siempre debe ser romántica y perfecta. Esta idea lo lleva a frustrarse con cada desacuerdo, pensando que su relación “no está destinada a funcionar” porque no encaja con esa visión absoluta. Como resultado, la persona se siente atrapada, incapaz de reconocer que los vínculos humanos tienen altos y bajos, y que el verdadero valor de una relación está en cómo se enfrentan juntos los desafíos. Aferrarse a esta idea rígida perpetúa el conflicto y dificulta la construcción de una conexión genuina.
En conclusión, la incertidumbre es un hecho ineludible de nuestra existencia, pero no tiene por qué ser una amenaza. El absurdo no significa que nada importe, sino que debemos aceptar que no hay verdades absolutas y, desde ahí, construir nuestras propias formas de significado. Esto nos invita a vivir con curiosidad y apertura, adaptándonos a un mundo en constante cambio.
Los dos caminos propuestos no son únicamente respuestas al absurdo, sino actitudes frente a la vida misma. Asumir la incertidumbre nos permite avanzar con humildad y creatividad, mientras que aferrarnos a ideas rígidas nos encierra en una lucha perpetua contra la realidad.
Tal vez nunca sepamos con certeza qué nos depara el futuro o cuál es el propósito último de nuestras acciones, pero al aceptar esa limitación, podemos transformar el vacío en un lienzo donde pintar nuestra propia historia. Porque, al final, no se trata de encontrar una verdad universal, sino de construir un sentido que nos permita vivir con plenitud aquí y ahora.
0 comentarios